31 mayo 2007

No le dejan a uno morir en paz


Demonio, es que no le dejan a uno morir en paz. Yo pensaba que regentar un blog provinciano daba derecho a una jubilación repentina, anónima e indolora. Pero justo cuando uno está ya con las babuchas de cuadritos rojos y negros, su batín y su periódico bajo el brazo, y su plan para visitar todas las obras los domingos (actividades propias de un jubilado) hete aquí que le tiran a uno de las orejas y le mandan escribir. Jolín. Tengo que mandar una protesta a Amnistía Internacional, para que tutele mejor los derechos de los blogueros que quieren jubilarse.

¿Qué pasa? Pues pasa que esto no puede durar toda la vida. ¿Es que cualquiera de ustedes que escribe un blog se imagina a sí mismo dentro de diez años todavía posteando con plenitud de humor y optimismo? Es duro. El que escribe en un periódico se aguanta porque de eso vive y por eso le pagan, lo que aguza su ingenio o su mala leche: en todo caso, le permite seguir escribiendo. Pero este deporte de postear, por amor al arte, un deporte de tan poco contacto… Está condenado a la hoguera.

En algún momento uno decide incorporarse a otras dimensiones de la vida. Sinceramente, no creo que Second Life le produzca emoción suficiente a nadie para pasarse ahí más de dos semanas. Yo, desde que conseguí mear en los baños de una cafetería de Puerto Banús, ya me he quedado sin incentivos: llegué a la cumbre, por así decirlo.

Y cierto que el avatar baila de puta madre, y que una noche casi se enamora de una neoyorkina en la discoteca del Black Heart’s Longue Café. Pero luego uno amanece teletransportado a su dormitorio de diario, sin ningún avatar de sinuosas curvas al lado, y un bostezo anuncia que es hora de dejar esa tontería de Second Life.

¿Hasta cuándo dura postear? Pues como en el chiste: lo que dura dura. Y yo estoy experimentando un vergonzoso gatillazo. El Sr. Mantel también, y otros muchos. La blogosfera se desinfla, pero es que la blogosfera es aire, y es natural. Yo desde el principio pronostiqué que el fenómeno de los blogs sería pasajero. Igual que los chats. Esas cosas tienen éxito cuando empiezan, y luego van decayendo. Surgirán nuevas plataformas de comunicación, pero… Es decir, volverán las oscuras golondrinas, pero aquellas que aprendieron nuestros nombres: esas no volverán.

Y es que bloguear es como enamorarse. El otro día estuve viendo un documental de japoneses sobre un estudio que hicieron para ver cuánto duraba el enamoramiento de las parejas. En un campus universitario solicitaron el concurso de parejas que llevasen 100 días de enamoradas, y las encuestaron. Todas ellas estaban coladitas. A los 300 días las volvieron a entrevistar, con el resultado de que el amor se las había reducido a la mitad a todas. En este punto, mientras algunas parejas decidían romper, desconcertados por la disminución de los sentimientos, otras continuaban la relación, pero adaptándose a la rutina de una convivencia basada no tanto en la pasión como en otras razones. Por último, a los 900 días, el 100 por 100 de las parejas con las que se había comenzado el estudio, declararon que de su amor no quedaba nada: cero patatero, cenizas de cigarrillo, gusanos de la carne, la nada tan blanca como la leche.

En resumen: que el amor no dura para siempre, ni los blogs tampoco.

Para no dejar este sabor amargo: yo no digo que este sea el último post, pero sí que estoy en crisis, y que hace ya unos cuantos días que intento escribir el artículo titulado “todos los animales son iguales”, y cada vez que empiezo me entra tanto asco que cierro el ordenador de un manotazo y me pongo a ordenar los armarios. Lo malo es que no hay nada que ordenar, hay que joderse, porque soy un ordenado compulsivo y todo está en su sitio y ya casi no queda nada dentro, porque todo lo viejo lo tiro.

No sé, no sé qué hacer. Igual me dedico a tener cybernovias (de nuevo). Esto es más divertido porque de vez en cuando alguna te premia con una foto desnuda junto a la chimenea, y uno se queda maravillado: ¡qué chimenea de mármol más bonita y elegante! Etc.

Y ahora permítanme que me ausente, que el antivirus me reclama para que suscriba la renovación. Esto significa que mi ordenador cumple un año: ¡Feliz aniversario, querido Inspiron 9400! (querido porque no te has colgado ni una sola vez).


Nota: el de la foto soy yo, frente a la pasarela de desfiles de Puerto Banús, en Second Life.

17 mayo 2007

Ragebundo en Second Life




Ragebundo Pera (así se ha bautizado) acaba de estar en Second Life. Se encontraba aburrido de los blogs y decidió iniciar su segunda vida.

Nunca un ser vivo por segunda vez se vio en tanta precariedad. Ragebundo Pera escogió el apellido Pera porque era el único disponible que significaba algo en español. Luego no acertó a ponerse una camisa azul, y se quedó con la blanca que ofrecen de serie. Al ajustar el tamaño, le sobraron mangas (como a los escolares cuya madre no sabía cortarles los puños y les cogían los hombros con unas puntadas: ridículo).

Ragebundo Pera tiene un aspecto físico del montón. No sabe fabricarse ropa moderna a su medida.

Le ha tocado vivir, no sabe cómo, en una isla de mierda, pequeñísima, y se encuentra muy sólo allí. Apenas hay dos edificios modernos pero sin gente. Pasea por las calles, solitarias. Y esto es lo más asqueroso: las calles están llenas de ratas por aquí y allá.

Hay también coches y patinetas para subirse, pero Ragebundo Pera apenas sabe direccionarse para caminar, mal estará preparado para conducicr vehículos virtuales.

Ragebundo Pera está contento únicamente porque en Second Life puede volar, que es lo que siempre ha querido. Aterrizar es hacer Página Abajo, pero se pega unos mamporros terribles, por no orientarse bien en el cielo.

Ragebundo Pera se ha tropezado con un par de mujeres, pero estaban muy ocupadas cambiando su apariencia (tal que en la vida real), y no le hicieron caso, a pesar de que intentó avalanzase sobre una (¿cómo coño se empieza a follar en Second Life?).

Ragebundo Pera ha intentado visualizar algún video de los que hay colocados por aquí y por allá, pero no le sale, es más difícil de manejar que You Tube.

Al final, volando volando, ha llegado a la azotea de un edificio donde había un sujeto masculino, le hizo el único gesto disponible llamado "hula", y que es como hacer el helicóptero con los brazos (tal que en la vida real). El otro sujeto le ha mostrado simpatía, le dijo ciao, Ragebundo contestó ciao, y el otro preguntó si era italiano. Ragebundo Pera mintió como un cosaco (tal que en la vida real). Dijo que sí, que era italiano, y que tenía ganas de volar. El otro macho le ofreció amistad, pero como Ragebundo Pera era principiante (tal que en la vida real) temió que el otro quisiera tumbarlo allí, en aquella soledad de la azotea, y se puso nervioso. No acertaba a volar, parece que si alguien te ofrece amistad no puedes escapar así como así (me pregunto qué sucederá si te piden matrimonio ¿tampoco habrá forma de escapar?).

Ragebundo Pera cerró el cliente de Second Life, y dejó al italiano con un palmo en las narices: cobarde, tal que en la vida real.

Menuda soledad de mierda se encontró Ragebundo Pera en su primer día en Second Life.

07 mayo 2007

El amor se baja en la última estación




Ayer domingo, a la hora de los lagartos, realicé mi acostumbrada visita a las obras de la Avda. Trinidad. En el trayecto de regreso, justo a la altura de la última estación del tranvía, me tropecé con un ramo de rosas tirado en el suelo. Al principio no pensé, pero luego sí pensé: pensé que era una “anormalidad”, porque no eran flores mustias, sino frescas. Era un ramo barato y escaso, no un ramo de floristería. Algunas rosas estaban partidas, pero no desmayadas. Por eso pensé. Pensé que aquel ramo estaba contando una historia, un hecho dramático que seguramente había ocurrido en la misma mañana. Aquellas flores habían sido brutalmente rechazadas: alguien había repudiado un gesto de amor, o de amistad. ¿Pero quién?

En estas circunstancias uno quiere saber, ir más allá del rastro, indagar: y no hay forma. Se podrían emplear el resto de los años venideros y no se resolvería el enigma. Pero yo quería saber. Y lo que hice fue imaginar. Imaginé que la historia había ocurrido más o menos así:

“Ahora estaba solo en la ciudad universitaria. Sus padres y hermanos en la otra isla. Y sus amigos ni aquí ni allá, porque Ragebundo Pantriel era un muchacho sin amigos. Últimamente se encontraba demasiado soltero. Sentía que algo le faltaba para estar completo. Sin embargo se trataba de un sentimiento estéril: él nada podía hacer ni solucionar.

La vio una tarde en la biblioteca de la Universidad, sentada en la misma mesa pero al otro lado. Subrayaba con pulcritud sus apuntes de Derecho Romano, con los mismos colores rosados y naranjas de la pulsera y la diadema. Una chica delgada y morena, con una piel brillante como el aceite de oliva. Hasta su caligrafía era perfecta, y Ragebundo se enamoró al instante.

Frecuentó la biblioteca para encontrársela, y a menudo volvió a coincidir con ella, porque los estudiantes suelen tener un sitio favorito, aún en los lugares públicos. Nerea Carrasco (leyó su nombre escrito en el cuaderno) le hacía volar a las nubes. Descuidó los estudios y se dedicó a soñar con ella, mañana tarde y noche. ¿Podía ser ella para él? Desde luego no. Dentro de diez años él quizás podría ser un notario, pero ahora era un pelagatos, el hijo de un granjero de una isla menor. Ni siquiera tenía coche: ¿cómo invitarla a salir? Pero qué decía invitarla, si era tímido, jamás se atrevería a decirle nada. Él nunca hablaba con nadie. Iba de la pensión a clase, de clase a la biblioteca y de nuevo a la pensión. No.

Pero sus sentimientos se inflaban como un globo, y cada vez sufría más. Al principio gozaba soñando con Nerea, pero ahora era un suplicio, porque la veía inalcanzable y a él… el corazón le iba a estallar. Perdió el apetito. No comía apenas, ni dormía ni estudiaba. Pensaba en ella, pero jamás con deseo: eso tampoco. La pensaba como su mujercita, casada con ella. Pensaba en los hijos comunes y en el futuro común, lo que acrecentaba su congoja.

Una tarde vigiló la salida de la muchacha y la siguió por la calle un buen rato. Pero abandonó en una esquina. Otro día repitió, hasta que dio con el edificio. Ajá. O sea, vivía allí. Y él lo sabía. Los domingos, como no podía verla en la biblioteca, se acercaba a su calle y se paraba frente a la casa. En una ocasión afortunada descubrió su ventana porque Nerea salió a tender ropa. También descubrió que a eso de las once ella salía siempre a comprar el pan vestida con un chándal rosado y su coleta con el turbante siempre a juego. Comenzó a planear no sabía muy bien qué. Pero no paró de pensar hasta que se le ocurrió una idea genial.

Se levantó temprano Ragebundo Pantriel. Tomó dinero del que le daban los padres para libros y se dirigió al mercado. Compró un ramito de rosas mediano y, con el corazón golpeándole el pecho, volvió al edificio de Nerea. La esperó. Era la hora. Y ella apareció. Pero Ragebundo retrocedió, la persiguió de lejos. La chica hizo el recorrido, fue hasta la tienda del pan, y retornó por otra calle paralela. El desdichado Ragebundo iba detrás, trastabillando, medio ciego por la obsesión. La boca espumosa. ¡Se le iba a escapar!

Pero no. Al llegar al portal se adelantó. Se plantó ante ella: ¡Estaba tan hermosa! Jamás la había tenido tan cerca, y tan a solas. No podía hablar, sentía la lengua soldada al paladar. Cuando logró abrir la boca lo soltó todo de golpe, le puso el ramo a su alcance y le dijo que él, en su modesta intención, estaba enamorado, que la había visto, que la veía todos los días, que era perfecta, que nunca en su vida imaginó que se podía ser tan perfecta, que la quería, que se quería casar, se le escapó, que eso podría esperar pero que no podía contenerse, ya que era lo que deseaba, y con qué fuerzas y…

Nerea Carrasco se había puesto verde. Miró al desgarbado muchacho al que no entendía un comino lo que decía, pero sí entendió, apenas, retrocedió dos pasos, no tocó el ramo que él mantenía extendido, como un pasmarote. Aunque acertó a decirle con tono seco:

-Pero yo… Pero yo tengo novio. Pero es que no ves que… ¿Es que no te das cuenta? Es que tú… Pero es que yo ni te conozco ni: ¿Cómo puedes decir que me quieres si no me conoces? De modo que ya vale, y no me persigas ni me llames ni me escribas ni se lo digas a nadie ni….

Nerea se había encolerizado tanto que no se percató de que ya el desdichado Ragebundo Pantriel escapaba lleno de bochorno y pesar, inundado de una rabia excesiva. Con la fuerza de esa aflicción, y a la vista de la muchacha, lanzó el ramo de flores contra los adoquines de la estación del tranvía. Las sienes le latían. Se le rompía el corazón. Se encontró huérfano, desamparado, y hasta olvidó que era el Día de las Madres, y que la suya esperaba una llamada… “

01 mayo 2007

Un tranvía llamado Nereo



Hoy se escuchó en el telediario la feliz noticia de que un señor de Murcia le ganó una carrera al recién inaugurado tranvía de esta ciudad de los melocotones. Quedan exactamente 30 días para que un suceso análogo ocurra en Tenerife: quiero decir, estrenaremos tranvía, lo del atleta que deja en vergüenza al trenecito espero que se lo ahorren (por patético).

Aguardo con impaciencia el acontecimiento. Sepan ustedes, señoras y señoras peninsulares, que jamás he subido en tren. Los canarios actuales hemos crecido nostálgicos de vías y traviesas, hambrientos de chucu chucu chu y de curas que almuerzan chorizo en un vagón de tercera. La poesía del tren ya nadie podrá devolvérnosla a los que perdimos la infancia en esa lucha infructuosa contra un deseo insatisfecho.

Sin embargo, ya falta menos para igualarnos, y yo me subiré al viaje inaugural del artefacto: aunque no tenga ningún lugar que descubrir (lo cierto es que la línea acaba en El Corte Inglés). Ahora hay una palabra que nos llena la boquita de agua, una palabra sonora que la gente pronuncia con mucho orgullo, como si se notara que dominar este específico vocablo es de catedráticos y de doctores de la ciencia. La palabra es: CATENARIA. Nadie sabía que coño es una catenaria. Y ahora todo el mundo anda con el jodido trabalenguas en la boca. Entra un hombre un bar:

-CAMARERO: ¿Qué le pongo, señor?

-HOMBRE: Pues una catenaria bien heladita con una guindilla, si me hace el favor.

Soy un gran aficionado a la tecnología y a la mecánica y a la arquitectura. La semana pasada tuve la enorme fortuna de hacer una visita a las cocheras de Metropolitano de Tenerfife (Jah, creo que suena mejor que “Metropolitano de Murcia”, que parece que es una marca más de melocotones en almíbar). Allí me explicaron las tripas del tren y me aclararon los grandes enigmas.

Por ejemplo, que tienen todas las paradas vigiladas con cámaras, y que desde la Central los controladores están perfectamente al tanto de si en La Trinidad hay un hombre de chamarra beig metiéndose el dedo en la nariz, o una señora gorda se rascó el culo como por descuido pero con toda la intención. En fin, un Gran Hermano más. A mí no me importa, porque en la oficina estamos vigilados por cámaras y yo ya no me corto. Me molesta un poco la que está sobre el urinario, pero, oiga, que la securita también tiene derecho a animarse de vez en cuando.

El sistema de pago es curioso: curioso porque te puedes colar en el tranvía y nadie te pide billete. El chófer va en su cabina a lo suyo. Uno puede llevar billete y pasarlo por la ranura para cancelarlo, pero si no lo haces, el tren sigue su curso. Pero esto no es tan así: un sistema de infrarrojos contea a los viajeros al cruzar las puertas. Y luego compara el resultado con los billetes cancelados. De esta forma, en la Central detectan cuantos “negros” están viajando de gorra y en la siguiente parada entra un revisor y les estalla una tremenda multa de 100 Euros con la que se cagan por las patas. Sí: los llaman “negros”, ese es el argot. No me pregunten por qué, que los negros, por lo menos cuando viajan por mar, están acostumbrados a pagar, y bien caro.

Pensando pensando, se me ha ocurrido una manera de engañar el sistema. Si una pareja entra bien abrazada, morreándose si es preciso, cogiéndose bien por el culo y con los pelos de ambos revueltos, no creo que el dispositivo infrarrojo se percate de que son dos personas y no una: la una caro, que dice el Derecho Canónico. Así pues, las parejitas están de enhorabuena, porque pueden estafar.

De la tecnología del tren me sorprendió que tuviera en los laterales de los vagones una como tapita de depósito de gasolina. Pero ¿si es eléctrico a qué viene esa tapita para gasolina? Jah, pues no es para gasolina. Es que el tranvía lo que consume es arena, que sopla sobre la vía si por lluvia o nieve o corrida pierde adherencia. Tenían allí un surtidor de arena, para repostar, tal cual los hay en las estaciones de British Pretroleum o Shell: ¡Arena!

Pero sin duda, el numero estrella que nos tenía reservado el Gerente era el sistema de recolección de cadáveres. Esto es así: si el tren atropella a un peatón y lo mete bajo las ruedas, lo natural es que empiecen a pasarle por encima todos los rodillos y cuando la serpiente multicolor le pase por completo acabe como carne picada para hamburguesa. Eso queda muy mal. No es ecológico. No respeta el medio ambiente, y mucho menos la dignidad humana. Por eso han puesto un dispositivo automático, una especie de bastón que, al tropezar con el cuerpo atropellado, libera una cuchara que atrapa a la víctima y la protege de de los rodamientos. ¡Es genial! ¡La lleva en volandas hasta el fin del trayecto!

El cadáver lo recogen los de mantenimiento cuando el tranvía regresa a cocheras. Allí llaman a la familia del finado y les dan a elegir un ataúd de cualquiera de los cuatro colores del tranvía: azul, verde, amarillo o naranja. Si acaso el sujeto aún respira o puede valerse, no tiene derecho a ataúd, pero le regalan una carcasa para el móvil también de cualquiera de los cuatro colores a elegir.

Metropolitano de Tenerife está en todo. Tienen detallazos. Es preciso reconocerlo. ¡Ay! ¡Es que no veo el día de estrenarlo! Ahora mismo me apetece el color naranja.