18 abril 2008

El inquilino ideal




Meses atrás una tía solterona había fallecido, dejándolo a él como heredero de su única posesión: un céntrico apartamento que necesitaba algunas reformas. El piso olía a vieja por todas partes. Ragebundo Pantriel hizo cambiar el suelo y los alicatados. Sustituyó puertas y ventanas, la instalación eléctrica y de fontanería. Pintó las paredes de un bonito color y alhajó las habitaciones con muebles sencillos y baratos. ¿Y ahora qué?

No lo necesitaba como vivienda, él ya tenía casa. Se planteó venderlo y obtener una ganancia pero rápido se dio cuenta de que no sabría en qué gastar el dinero. Pantriel llevaba una vida de soltero que sobrepasaba la austeridad para rayar el aburrimiento. Detestaba dejar el piso arreglado y vacío, pagando impuestos sin ninguna utilidad. Sus compañeros de oficina opinaron que debía alquilarlo, proposición que él desterró prefigurándose los impagos, pleitos, desperfectos, etc.
Un par de semanas más tarde cambió de opinión y se lanzó a la aventura. Su asesor fiscal le aconsejó que buscara un inquilino menor de 35 años, ya que así se ahorraba muchos impuestos.

-Y si es mujer mucho mejor –añadió: los hombres son más sucios y lo dejan todo perdido de pelos.

Ragebundo hizo caso y publicó el siguiente anuncio: "ALQUILO PISO A MUJER JOVEN Y GUAPA. FUNCIONARIA Y SIN PERRO". ¿En qué estaría pensando? Se dio cuenta cuando lo vio publicado: lo de guapa no venía a cuento. Pero ya estaba hecho.

La primera candidata le pareció perfecta. No buscó más. Ella también se mostró deslumbrada al cruzar el vestíbulo del apartamento: tan limpio, renovado y luminoso. Era guapa. A Ragebundo le temblaba la voz mientras le mostraba las habitaciones. Él nunca imaginó… Y tanto se distrajo con la belleza de la joven que pasó por alto las instrucciones del asesor: que debía exigir un fiador o un aval bancario. También se olvidó de explicarle que los gastos de comunidad y servicios eran aparte. Aceptó que todo estaba incluido en esos 500 Euros que eran una miseria para como estaba el mercado.

Gaudencia del Carmen prometió regresar diez días más tarde con la mudanza y para firmar el contrato. Durante ese lapso Regebundo se dedicó con entusiasmo a completar los detalles y enseres de la vivienda. Sartenes y cuencos. Cambió los tenedores por otros más caros. Añadió toallas. Un aparato de música. Un despertador. Un ventilador para el sofoco. Un cepillo de dientes con su vasito. Estropajos para lavar los platos. Jabón para la lavadora. Cuando se dio cuenta estaba metiendo en la cómoda media docena de bragas de finos encajes. ¿Sería un exceso? Se ruborizó un rato pero una nueva sonrisa asomó a su boca.

El contrato que tenía preparado acordaba que la renta se pagaría por transferencia a su cuenta corriente en los primeros cinco días de cada mes. De esa manera no tendría que estar pendiente de venir al piso a cobrar. Pero no. Eso lo entristeció de repente. Así que se sentó frente al ordenador y redactó de nuevo la cláusula: la renta sería cobrada en el domicilio de la inquilina, exactamente el día cinco de cada mes.

-Es cierto que me queda un poco lejos –reconoció Ragebundo mientras le entregaba las llaves a la muchacha-, pero será todo un placer…

La primera vez ella lo hizo pasar al salón y le preparó café mientras él contaba los billetes. ¿Está todo bien?, preguntó Pantriel tímidamente mientras se limpiaba con la servilleta. Un poco pequeñas las bragas, respondió ella insolente, con una pícara sonrisa, mientras se acariciaba las caderas. Y era verdad: había errado Ragebundo sobremanera, porque Gaudencia del Carmen cargaba un culo imponente. Era delicioso.

El segundo mes, después de contar el dinero, Ragebundo invitó a cenar a su inquilina, que se había portado tan bien y cuidaba tanto el piso. Será como un premio, le dijo. Y ella aceptó. La comida fue cara, costó justo la mitad del alquiler. ¡Pero qué importaba!

El tercer mes se repitió la invitación. Comenzaba a parecer una costumbre. Pero luego hubo además unas copas.

El cuarto mes regresaron al apartamento después de la cena y se amaron con precipitación. Ragebundo estaba tan alterado y tan feliz…

El quinto mes ya no hubo cena. Hicieron el amor y el enamorado Pantriel regresó a su casa a media noche sin cumplir el cometido de cobrar la renta: se había olvidado por completo. Y así transcurrieron las siguientes mensualidades. No en todas hubo sexo, porque a veces Gaudencia del Carmen se sentía cansada, o le dolía la cabeza. Pero ya a Pantriel le daba apuro mencionar siquiera el recibo del alquiler.

Qué curioso. Siempre lo habían hecho en el sofá. Ella nunca lo invitó a pasar al dormitorio. Y ahora que se acordaba: nunca respondía al timbre otro día que no fuera el cinco de cada mes. La seguía deseando, pero ella raramente le daba pie. Lo conformaba con unos besos y su conversación para luego despedirse alegando prisa.

Al cumplirse un año del contrato Gaudencia le comunicó que dejaba el piso y él, que la había imaginado para siempre, se llevó una sorpresa. Ni siquiera se quedó para la devolución de las llaves. Le avisó con un mensaje que estaban en el buzón y no volvió a verla. El cabizbajo Pantriel entró en el departamento, lo inspeccionó todo: el sofá que había sido su nido de amor, el cuarto de baño, donde continuaba el cepillo de dientes sin estrenar. Las esquinas del dormitorio estaban llenas de pelos: parecían de hombre. Todo muy sucio. Estiró las mantas y encontró un colchón lleno de manchas amarillas y otras más oscuras. Se agachó y miró debajo de la cama: el suelo estaba lleno de preservativos usados y pelos, muchos pelos.

-De macho: Hay que joderse-, se lamentó Pantriel, y pensó con aburrimiento en vender el piso.